Si hay algo que hace grande una serie como Los Muertos Vivientes (The Walking Dead, si prefieres llamarle por su nombre americano) es que tras unos números con mucha acción y varias muertes, hay otros en los que parece que se relaja la tensión. Que no pasa nada remarcable, vamos.
Lo genial de Robert Kirkman es que eso es un espejismo, que sabemos que la tormenta está en el horizonte y que toda esa presunta calma va a explotar de repente y a convertir todo lo construído en esos momentos de tranquilidad en polvo.
En este tomo, el séptimo, hasta el título juega con esa premisa. La calma antes de... nos presenta a los habitantes de la prisión en sus día a día, sin grandes peligros a la vista y con riesgos, pero con algún problema a la vista. Es normal, porque no están de paseo y turismo, sino sobreviviendo como pueden en ese mundo devastado.
Lo que nos deja este número es cierta tranquilidad, aunque rota con alguna muerte no muy inesperada y un cambio en el status quo de uno de los personajes más veteranos y queridos de la serie. Ni siquiera la escaramuza a la que asistimos puede estropear esa sensación de tranquilidad.
Pero las dos últimas páginas aventuran una hecatombe, el final de una época. La que llega es, probablemente, la más impactante de todas las historias que se han contado hasta el momento. Y no lo digo porque estemos repasando la serie desde el principio, sino porque se ve venir, y porque la última frase del tomo la pronuncia alguien que sabíamos que iba a traer problemas serios a los protagonistas.
Los Muertos Vivientes Tomo 7
Robert Kirkman/Charlie Adlard
Planeta Deagostini Comics
136 páginas/blanco y negro
ISBN: 978-84-674-5873-2
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